
Don Hugo: Piense usted, don Víctor, que en esto de la escultura de bulto redondo los griegos empezaron como los egipcios o, si usted me apura, como los asirios, que no habían inventado el músculo vivo.
Don Víctor: Es verdad, don Hugo, que tanto unos como otros se mantuvieron siempre presos del dibujo y que, aunque los segundos intentaron marcarlos más, siguieron basándose ante todo en el grafismo de la línea incisa.
Don Hugo: Y sin embargo, aquí, ¡cuántos matices volumétricos hacen evidentes la morbidez y la tensión, la estructura ósea que subyace, el movimiento natural del cuerpo y, en definitiva, el magisterio de la naturaleza por encima de la preceptiva de taller!
Don Víctor: Aquellas caligrafías de “un ojo se hace así, como una almendra; el ombligo son dos círculos concéntricos; la rodilla, un rombo achatado con sendas molduras curvas encima y debajo…” quedan arrumbadas.
Don Hugo: Lo que yo me pregunto es que a quién se le ocurriría atreverse a violar las reglas de milenios… ¡Griego tenía que ser!
Don Víctor: Ya la pintura, por lo que vemos en los vasos, y el relieve, capaz de imitarla, enriquecieron el repertorio de posturas y acciones de las figuras en movimiento, pero la estatua de bulto redondo permaneció durante los siglos del arcaísmo, encerrada en el bloque de piedra.
Don Hugo: Mire que me gustan los kuroi, pero uno nunca se olvida del paralelepípedo mineral inerte del que se los extrajo.
Don Víctor: El modelado fue la clave. Trabajar con una materia blanda permite mover los miembros, separarlos del cuerpo, flexionarlos, girar el tronco…
Don Hugo: La arcilla… ¡la técnica de la cera perdida! Una cosa lleva a la otra; por eso es por lo que coincide el nacimiento del músculo para el arte con los grandes bronces. Se lo voy a demostrar ahora mismo: este admirable trapecio es la materialización de la libertad de conciencia que se acababa de manifestar en el mundo griego.
Don Víctor: Sí, es el hermano artístico de la democracia…
Don Hugo: ¡Baje, don Víctor, que nos han visto!