
Don Hugo: Oiga, don Víctor, ¿es usted poeta?
Don Víctor: ¡Vaya, qué descuido! Si es que con las prisas… pero, don Hugo, ¡si está todo en su sitio!… ¡Qué bromista está usted hoy!
Don Hugo: Sí, sí, don Víctor, pero es que la burla disfraza algo muy serio: el poeta, junto con los otros artistas, es el único que se atreve a manifestar la relación entre arte y sexo. Con su mano aparta delicadamente la ramita que le tapa los genitales a Adán.
Don Víctor: Sí, pero usted lo ha dicho: «delicadamente»…. Ahora bien, don Hugo, sólo le pido que ese Adán sea, al menos, el de Durero.
Don Hugo: Se trata de lo que Freud llama la «sublimación»: la energía sexual es desviada a efectos civilizatorios y el arte no sería más que una reconversión apolínea de los impulsos más primitivos. El arte es espiritualización del instinto.
Don Víctor: «De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco».
Don Hugo: También ese dicho popular da en el clavo: el artista sería un ser extravagante que compensa con sus invocaciones mágicas el precio tan alto que el ser humano ha de pagar por dejar de ser animal. El poeta sería el único en permitirse y a quien se tolera apoyar un pie en la irracionalidad para entregarse a sus peligrosas manipulaciones y a su mediación con el misterio.
Don Víctor: O sea, don Hugo, que el poeta, por bohemio, alcohólico, atrabiliario, suicida incluso, es el encargado de reparar ese robo que nuestra energía sexual ha sufrido por parte de la cultura.
Don Hugo: Lo ha expresado usted con claridad meridiana, don Víctor. Manzoni ironiza sobre ello atribuyendo al vulgo milanés la consideración del vate como «un cerebro estrafalario y un tanto caprichoso en sus discursos y en los hechos, peculiar y original antes que razonable».
Don Víctor: Yo de todo esto lo que saco en limpio es que antes de salir de casa, he de mirar dos veces si me he abrochado bien la bragueta.