
Don Hugo: Qué quiere usted que le diga, don Víctor, bien miradas las cosas, las artes escénicas están cayendo en lo anodino…
Don Víctor: Pues sí; no hay lugar a la sorpresa ni a la emoción…
Don Hugo: Somos como autómatas. Estamos amaestrados de antemano en que la función va a ser un éxito, que para algo hemos pagado… y además lo dice “El País”.
Don Víctor: Aplaudimos cuando nos mandan; nos reímos en cuanto que nos maliciamos que pretenden hacer gracia… en definitiva, que nos aburrimos beatíficamente.
Don Hugo: En aquel palco tenía que aparecer Teófilo Gautier, con su chaleco rojo y su melena en barbecho, armando una buena escandalera.
Don Víctor: ¡Por algo hubo antaño reventadores y una claque profesional!
Don Hugo: La función del teatro era una batalla.
Don Víctor: El público no era manso, ni tragaba con lo que fuera. Se entusiasmaba, resultaba defraudado, se encrespaba, discutía, pateaba, llegaba al éxtasis. Le iba el alma en ello.
Don Hugo: ¡Estaba vivo!
Don Víctor: Usted sabe mejor que yo mismo, don Hugo, que nunca he sido precisamente nihilista, ¡Dios me libre!, pero en estas cosas me tienta la idea de un cataclismo que se lleve todo por delante y que nos haga despertar, ¡de una vez!, de este letargo letal.
Don Hugo: Vamos, que no sé si ponerme a patear al final como cuando éramos estudiantes.
Don Víctor: Como esto no se anime, me parece que usted y yo, don Hugo, acabamos en la prevención…
Don Hugo: ¡A nuestra edad!