
Don Víctor: Es que es un peso, que, mire usted, ya no puedo con él.
Don Hugo: ¿Pero en qué consiste exactamente esa pesadilla, don Víctor?
Don Víctor: Todas las noches, lo mismo: me veo en el Infierno y, perdóneme, don Hugo, pero usted también está allí. ¿Me va a decir usted ahora que como lo he soñado, es cierto?
Don Hugo: ¡Diantres! Vayamos por partes. En primer lugar, ¿qué habrá hecho usted, hombre de Dios, para ir al Infierno? Si acaso, usted y yo iremos, de alguna manera, como de visita, igual que Virgilio y Dante.
Don Víctor: O sea que cree usted que luego saldremos.
Don Hugo: Hombre, claro. Lo que ocurre es que todos, en nuestra existencia, vivimos uno, ¡o varios!, metafóricos descensos a los Infiernos y, como el Inconsciente es a la conciencia lo que los tiempos geológicos a la Historia, de vez en cuando, fruto de algún estímulo azaroso, se elicita desde las profundidades la respuesta a un conflicto sepultado y aparentemente muerto y…
Don Víctor: No me venga usted con cuentos, don Hugo, que Freud era ateo. Sabría lo indecible de los infiernos psíquicos, pero del nuestro, del de verdad, no tenía ni idea.
Don Hugo: Don Víctor, tranquilícese usted. ¿Se acuerda de ese buen fray Juan Gil, trinitario, que rescató a Cervantes?
Don Víctor: Ah, sí, de aquéllos que, como escribió el propio Cervantes, ¡ya no sé dónde!, «dan su libertad por la ajena y quedan cautivos por rescatar a los cautivos».
Don Hugo: Eso es de «La española inglesa».
Don Víctor: No me enrede usted, que estoy muy preocupado.
Don Hugo: A lo que iba yo, don Víctor, es a que si llegáramos al improbable mal trance de vernos en las calderas de Pedro Botero, no dude usted de que allí se presentan dos fieles gedeones.
Don Víctor: ¿Los que reparten Evangelios a la salida del Metro?
Don Hugo: Sí, tengo entendido que van al Infierno en lugar de los condenados.