
Don Víctor: Desde aquí, don Hugo, en este contexto, si hasta parece digna la Almudena… con lo rematadamente fea que es de cerca.
Don Hugo: ¿Qué le hubiera costado a Felipe V encargar también a Juvara una basílica acorde?
Don Víctor: ¡Como la de Superga!… en vez de este mausoleo de pastiche. Qué bien habría encajado aquí un buen barroco italiano.
Don Hugo: Calle, don Víctor, ¿qué es ese estrépito? Si parece una película de Tarzán…¡Malditas cotorras argentinas! Vaya una plaga…
Don Víctor: ¡Y tanto!… como que están desplazando al resto de los pájaros. Éstas, desde luego, no encajan aquí ni en broma.
Don Hugo: Y sin embargo, cómo se crecen, cómo avasallan… ¡Qué desvergüenza!
Don Víctor: Es que o eso o morir en un contexto inhóspito… ¿Acaso no fue el terror a la pobreza lo que espoleó a Perugino a superarse a sí mismo y, de paso, a todos los pintores de la Umbria?
Don Hugo: En cambio, de qué modo se equivocó el pobre Urtain cuando dejó su caserío embaucado por quienes le prometieron el dinero y la gloria del ring.
Don Víctor: Ese gebo tan sano e ingenuo trasplantado a la sordidez del cine negro americano…
Don Hugo: Es como aquel aborigen de «Donde sueñan las verdes hormigas», de Herzog, que no paraba de hablar en toda la película y al que, sin embargo, llamaban el mudo…
Don Víctor: ¡El último hablante de una lengua destinada a morir con él!