
Don Hugo: A cada paso que daba, el peso se me hacía cada vez más insoportable.
Don Víctor: ¿Pero qué es lo que había comprado Dolores?
Don Hugo: Una blusa.
Don Víctor: ¿Es que la habían embalado en una caja de caudales?
Don Hugo: No, ¡quia!, en una de esas bolsas de papel reciclado, tan decorativas, de la calle Serrano.
Don Víctor: Pero, entonces, ¿qué más le habían metido dentro?
Don Hugo: ¿A usted, don Víctor, no comienza a cargarle ya toda esa monserga contra la experimentación con animales vivos?
Don Víctor: Hombre, don Hugo, si se puede evitar…
Don Hugo: Pues, ¿qué me dice usted de eso del comercio justo?
Don Víctor: Justamente…
Don Hugo: ¡Y que uno tenga que dejarlo todo para activar su auto-estima!…
Don Víctor: Es verdad que empieza a cargarme…
Don Hugo: Pues prepárese, ¡que también hay que defender los derechos humanos!
Don Víctor: ¡Ya van siendo demasiados mandamientos!
Don Hugo: Ahora apriétese los machos, que viene lo más gordo: ¡a proteger el planeta!
Don Víctor: Ya no puedo más, don Hugo, no sé qué hago aquí de cireneo cargando con tantas imposiciones.
Don Hugo: No sé de qué se queja usted, don Víctor, si todo esto parece muy ligerito. No es más que una bandita impresa en el reborde interior de la bolsa de la marca superferolítica de marras, de ésas tan chic que lo atropellan todo.
Don Víctor: ¡Acabáramos! Esa hipócrita propaganda…
Don Hugo: Con la que nos hacen cargar sin pedirnos permiso. Antes, por lo menos, si uno no quería, no iba al Baile de la Cruz Roja.
Don Víctor: ¿Cuál, el de Montecarlo, aquél que contaba con cien millones de pesetas de presupuesto y para la Cruz Roja sólo quedaba uno?
Don Hugo: Sí, claro, en aquel entonces, uno podía apagar la tele y ya no tenía que aguantar a los de «¡Viva la gente!»
Don Víctor y don Hugo (cantando): «¡Había menos gente difícil / y más gente con corazón!»