Juanelo y los sosias

Don Víctor: Entonces, don Hugo, ¿éstos son los cangilones que se iban llenando y vaciando según oscilaban los balancines?
Don Hugo: Tal cual. No se desprende otra cosa de la descripción que hizo Ambrosio Morales del artificio de Juanelo.
Don Víctor: Qué admirable ingenio para su tiempo. Con razón todo visitante buscaba ver la catedral y el artificio que surtía de agua día y noche a la Ciudad Imperial.
Don Hugo: Pues imagínese usted, don Víctor, la admiración que suscitaría cada día aquel hombre de palo que iba a buscarle su almuerzo al palacio episcopal.
Don Víctor: Se me ocurre que sería un reclamo turístico excepcional recrear aquel robot y su recado cotidiano, ahora que, quinientos años después, la tecnología lo vuelve a hacer posible.
Don Hugo: Ya tiene bemoles lo que eran capaces de hacer los italianos del Renacimiento. ¡Qué pena que aquel autómata se perdiera también!
Don Víctor: ¡Como la pobre Coppelia!
Don Hugo: Estos autómatas, según relata Freud, son en un primer momento sosias apotropaicos que nos alivian del miedo a la muerte. Curiosamente acaban por convertirse en todo lo contrario: en seres siniestros que invocan a la Muerte.
Don Víctor: Claro, el protector que sustituye a su dueño, acaba suplantándolo como la guardia pretoriana que asesina a su emperador.
Don Hugo: Por desgracia los inventos de aquel relojero maravilloso apenas le sobrevivieron: un día, a mediados del siglo XVII, el artificio se paró y no hubo en el reino nadie capaz de arrancarlo de nuevo. Recuas de asnos volvieron a escalar las cuestas de Toledo con el agua a sus lomos.
Don Víctor: Se durmió el ingenio italiano y volvimos a los asnos.
Don Hugo: Los asnos, esos sosias de los españoles.

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