
Don Víctor: Me da a mí, don Hugo, que quien se esconde tras el pseudónimo de Avellaneda…
Don Hugo: ¿El del falso Quijote?
Don Víctor: ¡El mismo!… Creo que es Cristóbal Suárez de Figueroa.
Don Hugo: ¿Cuál, el que tradujo «El pastor fiel» de Guarini?
Don Víctor: Hombre, claro… ¿cuál iba a ser si no?
Don Hugo: Pues entonces yo le estoy muy agradecido porque con aquella guerra que suscitó, espoleó a don Miguel a que nos pusiera en pie la espléndida Segunda Parte.
Don Víctor: O sea, que la guerra es buena…
Don Hugo: È bella, ma incomoda.
Don Víctor: De bella, ¡nada! Ya se atrevieron a proclamarlo tanto Callot como nuestro Goya.
Don Hugo: No se lo tome usted por la tremenda, don Víctor… yo me refería, de alguna manera, a esos efectos colaterales benéficos… Ortega sostuvo que la Humanidad evoluciona gracias a la guerra…
Don Víctor: Pues sí, claro… a mí eso de los antibióticos del doctor Fleming me parece muy bien.
Don Hugo: ¡El radar de los aeropuertos! ¡Los rayos láser! ¡La medicina nuclear! ¡La ciencia meteorológica!… que aún sigue hablando de frentes como si el tiempo fuera cosa de trincheras…
Don Víctor: Lo que más me gusta de aquella guerra es que hizo necesaria la incorporación masiva de la mujer al trabajo, de donde hemos tenido nosotros auténticas compañeras, iguales a nosotros, y no unas criadas ni unas «santas en sus aureolas».
Don Hugo: ¡Eso es innegable! Vamos, don Víctor, que le vamos a dar la razón a Shakespeare, en «Coriolano»: «Tengamos guerra pues excede a la paz tanto como el día a la noche. La guerra es viveza y tiene la fuerza del viento. La paz es apoplejía, letargo, molicie, que si la guerra destruye a los hombres, la paz genera bastardos».
Don Víctor: ¡Caramba con don William!
Don Hugo: Y sigue: «Y si la guerra es un violador, la guerra no es más que una fábrica de cornudos».