
Don Hugo: Seguro, don Víctor, que recuerda usted, de cuando estudiaba, cómo llamaba a la puerta el bedel, asomaba luego ante todos y se dirigía respetuosamente al profesor tras una leve inclinación de cabeza: «Señor catedrático, la hora».
Don Víctor: Claro que sí y lo malo era que el señor catedrático se entretenía todavía unos minutos con algún estrambote que rematara dignamente su lección magistral.
Don Hugo: En cambio mis hijos me contaban que la fórmula se había reducido en sus años de universidad a abrir la puerta y proclamar estentóreamente: «¡La hora!». Y sin la menor inclinación de cabeza.
Don Víctor: Eso no es nada, don Hugo. Según me dice mi nieto mayor, actualmente suena el timbre como en las fábricas.
Don Hugo: ¡Cómo ha ido progresando el arte del pregón al impulso de las nuevas tecnologías!
Don Víctor: ¿Y qué me dice usted de la profesión de bedel? ¿No ha pensado usted alguna vez, don Hugo, que equivocó su vocación?
Don Hugo: ¡Cuántas quimeras, cuántos castillos en el aire, cuántas ensoñaciones maravillosas no habríamos puesto en pie usted y yo, don Víctor, si nos hubiéramos quedado paseando los corredores de la universidad!…
Don Víctor: ¡Cuántos maravillosos crepúsculos napolitanos no habríamos admirado sentados a la puerta de una facultad de la Universidad Central!
Don Hugo: Y lo mejor de todo: nos habrían impuesto al cabo de cuarenta años de fatigas ¡la medalla del mérito en el trabajo!, como a aquel bedel que, por ya no sé qué dolencia, se pasaba toda la jornada sentado y con una pata estirada sobre otra silla.