
Don Hugo: ¿Se acuerda usted, don Víctor, de lo que afirma Maupassant en su obrita sobre Sicilia?
Don Víctor: Claro, don Hugo, que los sicilianos conservan rasgos del antiguo amo español: la soberbia y el recelo.
Don Hugo: Sí, eso también, pero yo me refería a aquello de que los griegos saben escoger como nadie el paraje ideal para sus templos.
Don Víctor: Es muy notable que un paisaje natural que no nos atrevemos a alterar –ni usted ni yo, me refiero-, cobije sin desdoro una construcción tan visible y de tamañas dimensiones.
Don Hugo: Antes bien, se nos aparece más completo y enaltecido. Es la maravilla de la arquitectura griega.
Don Víctor: Efectivamente, porque no puede ser más inequívocamente artificial y humana: geométrica, ortogonal, rítmica, proporcionada, pulida.
Don Hugo: Sí, todo eso, pero ¡apaisada! Vertical, pero rimando con el suelo, con el horizonte.
Don Víctor: El orden dominando el Caos…
Don Hugo: … apaciguándolo…
Don Víctor: … en definitiva, ¡humanizándolo!
Don Hugo: Vayamos más allá que el propio Maupassant: ¡qué sensibilidad para elegir el único emplazamiento adecuado que asiente el equilibrio perfecto!
Don Víctor: No tuvieron que elegirlo, tan sólo reconocerlo. El lugar era ya un santuario ancestral, un lugar sagrado antes de que existieran los hombres. Aquel suelo fue hollado por la divinidad; allí tuvo lugar un episodio del mito.
Don Hugo: Me viene al recuerdo aquella viñeta donde Obélix, viendo la construcción de un acueducto, se queja: “Lo malo es que los romanos estropean el paisaje con sus construcciones modernas”.