
Don Víctor: Pues, este verano, uno de mis hijos se ha ido a Tailandia con toda la familia y la chica con la suya a la Isla Mauricio.
Don Hugo: Pues los míos, ¡otro tanto! El arquitecto, con los suyos, a las Seychelles, y la niña, con el marido y el hijito, a Cancún. Si nos llaman a su madre y a mí aburridos y todo, sólo porque hemos estado en la Umbria.
Don Víctor: ¿Y qué se le puede haber perdido a un hijo nuestro en Tailandia, que sea mejor que los frescos de Simone Martini en Montefalco, allí cerca de Foligno?
Don Hugo: Pues unos cuantos horrores prolijos y abigarrados de mil colores que no casan y que no sabe uno si es la última ocurrencia de un millonario que empezó hace quince años como chico de los recados o un templo ancestral de una remota civilización de la que no sabemos nada.
Don Víctor: Es verdad, ¿qué les pueden decir esas cosas? Todo parece barato y falso, de cartón piedra, como en un parque de atracciones.
Don Hugo: Son los tiempos, don Víctor. Nosotros seríamos como ellos si ahora mismo tuviéramos su edad.
Don Víctor: Yo nunca me movería por gusto fuera del limes romano, la verdad. Si es que lo tiene todo… ¡hasta Egipto!
Don Hugo: ¿Y además, en esos países estrambóticos, de qué se puede hablar con la gente?
Don Víctor: Y además, don Hugo, ¡las cosas que le darán a uno de comer!
Don Hugo: Pero lo que llevo peor es lo del arte… ¡Qué feo, Dios mío! Es tal como aquella frase de Balzac… A ver cómo era… ¡Ah, sí! «Invenciones de un pueblo que, cansado de lo bello -siempre unitario- encuentra inefables placeres en la infinita variedad de las fealdades».