
Don Hugo: Don Víctor, ahora entiendo todo lo que usted me afirmaba del gótico en la catedral de Clermont-Ferrand.
Don Víctor: Éste es el efecto milagroso de la luz que justifica el improbabilísimo equilibrio de aquellas estructuras hechas de pilares y baquetones, de arbotantes, nervaduras y toda la plementería.
Don Hugo: Sin olvidarnos del horroroso arco ojival, ni de los antipáticos pináculos, que tanto recuerdan al cardo.
Don Víctor: Todo era necesario para que los muros se rasgaran en enormes vidrieras y entrara la luz transfigurada en la Jerusalén Celestial.
Don Hugo: Es cierto que la suma de la belleza estribaba en la luz para nuestros abuelos medievales.
Don Víctor: Por eso la catedral es como una linterna al revés, como un inmenso fanal que en lugar de emitir luz, la recoge quedando anegado en la deslumbrante claridad divina.
Don Hugo: Dios es luz. «Yo soy la luz del mundo», dice Cristo en san Juan. La luz es amor. Dios nos regala su belleza.
Don Víctor: Pero si en el fondo, don Hugo, siempre hemos sabido que la belleza…
Don Hugo: Calle, don Víctor, que le voy a citar a Stendhal, que lo dice en francés: «Le beau n´est que la promesse du bonheur».
Don Víctor: Ante eso ya no hay más que hablar.